Antes que Carlomagno, ese hombre rubio y gigantesco que
fue coronado emperador del Santo Imperio Romano Germánico el día de navidad del
800 DC, muriera, ordenó que su tumba fuera sellada tan herméticamente que
ninguna mano mortal pudiera abrirla. De modo que enterraron al monarca muerto
de acuerdo a sus deseos: vestido de púrpura, sentado en su trono, con la corona
sobre su cabeza y el cetro en su mano, y construyeron una muralla en derredor para que nunca más ojos humanos
pudieran verlo.
Pero un poco de polvo se alojó en una
grieta de la pared y una semilla fue a
dar allí, llevada por el viento; encontró humedad, germinó y comenzó a crecer.
Sus raíces se extendieron y se desarrollaron, y eventualmente partió en
dos el lugar de descanso del fallecido
rey. Cualquiera podía ver lo que él había buscado esconder para siempre; la
corona había caído de su frente, el cetro estaba en el suelo, su manto se había
podrido, y su calavera parecía sonreír burlonamente.
citado en: Johnson, G.
William. Contemplemos su gloria. México: Asociación Publicadora Interamericana,
1989. Pág. 341
Si esta pequeña semilla fue capaz de partir la tumba de este monarca, ¿qué guardia romana podría haber sellado la tumba de Jesús?, Si la semilla de la palabra de Dios alcanza a cualquier ser humano, ¿podemos imaginarnos lo que puede hacer en su vida? "Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros" (Rom. 8:11)
¡Solo Cristo venció la muerte!, la muerte no lo pudo detener, o exhibir como una reliquia en un museo, ¡Cristo vive!.
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