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¡Confesión de un crimen veinte años después!

Dos socios de una empresa comercial, por divergencia de opiniones en el manejo del negocio, un día se trabaron en una agria disputa. La discusión fue subiendo de tono hasta que uno de los hombres, exasperado y perdido el control de sí mismo, extrajo un revólver de entre su ropa y mató al otro de varios disparos. Al oír las detonaciones, no faltaron los curiosos que acudieron corriendo al lugar de la tragedia, y tras ellos se congregó más gente, que nada sabía de lo que había pasado. Aprovechando la confusión del momento, el matador consiguió confundirse entre la multitud y alejarse sin que llamara la atención de nadie. Apenas la noticia llegó a conocimiento de las autoridades, la policía se lanzó tras él para llevarlo ante los tribunales. Pero el hombre desapareció por completo de los lugares que solía frecuentar, y ni siquiera sus familiares ni sus más íntimos amigos sabían lo que había ocurrido con él. De manera que luego de un buen tiempo el caso se archivó, como uno de los crímenes impunes. Pero el asesino no se había suicidado y desaparecido como era la opinión de muchos, sino que salió de Francia con pasaporte falso, llegó a la Argentina y se radicó en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe. Como era un hombre inteligente y emprendedor, al cabo de algunos años se labró una buena posición económica, y gozó del respeto y el aprecio de cuantos lo trataban. Pero el recuerdo del crimen cometido allá en Francia, a pesar de los años transcurridos, del falso nombre que lo protegía, y de la distancia que lo separaba de la madre patria, martirizaba de continuo su conciencia y no lo dejaba tranquilo. Por más que hiciera para olvidar, la escena de aquel aciago día en que quitó la vida a un semejante, lo perseguía por todas partes. A veces, absorbido por los negocios o las distracciones, creía verse libre de su desasosiego, pero apenas quedaba solo, el remordimiento lo asaltaba de nuevo. Una noche, inquieto por lo que le ocurría, y a fin de olvidar por un momento su obsesión, salió a caminar por las calles de la ciudad, sin rumbo fijo. Después de andar alguna distancia, acertó a pasar frente a un templo, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Se detuvo a mirar cómo la gente entraba, sintió curiosidad por ver que ocurría en su interior y, como no tenía nada fijo que hacer, resolvió entrar. De cuanto dijo el predicador, ninguna cosa le tocó más hondo el corazón que estas palabras del apóstol San Pablo: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. Él era un hombre condenado por las leyes de su patria, y más que nada, un hombre condenado por Dios por haber muerto a otro. ¿Sería posible para él hallar la paz de su conciencia? El predicador había hablado del perdón de los pecados y de la gracia salvadora de Cristo. De manera que el hombre decidió conversar con él más detenidamente sobre este punto que tanto le interesaba. Después de varias entrevistas, decidió confiar en la misericordia de Dios, pedirle perdón de sus pecados y unirse a la iglesia que le había llevado la luz del Evangelio de Cristo. Desde ese momento, toda la angustia y la intranquilidad que oprimían su alma, desaparecieron como por ensalmo. Se sintió libre de todo cargo de conciencia con respecto a Dios. Se vio un hombre nuevo. Renació en su alma el gozo y la plenitud de la vida. Pero, al mismo tiempo comprendió que aún le faltaba arreglar las cosas con los hombres. Caviló mucho antes de dar tan difícil paso. Sin embargo, convencido al fin de que ése era su deber, decidió volver a su patria. Antes había huido de la justicia, ahora era necesario rendir cuentas ante ella. Pero lo hizo sin temor alguno, pues la paz de Dios llenaba su alma. Liquidó su negocio, vendió cuanto tenía en Rosario, y emprendió el regreso a su tierra después de veinte años de haber salido de ella con nombre falso. Ya en Francia, se presentó a las autoridades, se dio a conocer por su verdadera identidad y confesó su crimen. Había pasado tanto tiempo que nadie casi recordaba ya aquel homicidio. Pero se registraron los archivos policiales y se encontró que el mismo había quedado impune. Era un caso tan inaudito el que un hombre se presentara espontáneamente a la justicia, después de dos décadas de haberse cometido un delito de esta naturaleza, que las mismas autoridades dudaron de la veracidad del declarante. Además, sus facciones habían cambiado tanto con el transcurso del tiempo que apenas tenían un remoto parecido con las fotografías de veinte años atrás. Sin embargo, el hombre fue tan explícito y exacto en su declaración que no quedó la menor duda acerca de su verdadera identidad, y se reabrió el proceso. Las circunstancias que rodeaban el juicio eran tan extraordinarias que apasionaron a la opinión pública y despertaron la expectativa general respecto al veredicto del tribunal que ventilaba el caso. Poco antes del juicio, el abogado defensor quiso ser sincero con el procesado y mostrarle con toda franqueza la situación desesperada en que se había colocado por su confesión tan lisa y plena del crimen. —Usted mismo se ha puesto en una situación indefendible —le dijo—. A la defensa prácticamente no le queda ningún recurso para salvarlo del rigor de la ley francesa. Usted mismo se ha declarado culpable y ha presentado a la justicia evidencias tan abrumadoras de su culpabilidad, que su caso, hasta donde yo pueda ver, es un caso perdido. Pero quisiera hacerle una pregunta sobre algo que me tiene intrigado: ¿Por qué usted viviendo tranquilamente en la Argentina y gozando de una posición económica desahogada, resolvió volver a Francia después de tantos años para confesar un crimen ya casi olvidado, y del cual estaba cubierto de toda sospecha bajo su falso nombre? La gente no procede normalmente así. Este es un caso único y extraordinario. ¿Por qué lo hizo? El hombre le respondió explicándole los largos años que había vivido en Rosario atormentado por su conciencia; cómo no pudo hallar paz para su alma —la paz profunda y serena que ahora experimentaba—— hasta aquella noche en que oyó hablar por primera vez acerca del perdón divino; cómo sus mismos sentimientos e impulsos habían cambiada y cómo Dios le había instado a presentarse ante la justicia de su patria para arreglar su cuenta pendiente con ella. —Desde que halle’ a Dios -terminó -diciendo -soy un hombre completamente transformado, distinto de aquel que cometió el crimen. Entonces era de temperamento exaltado y vengativo, hoy tengo comprensión y tolerancia para con mi prójimo. Soy una nueva criatura en Cristo Jesús, tengo la paz de Dios en mi corazón, y me complazco en vivir en todo lo posible siguiendo el ejemplo de mi Maestro. De manera que no me preocupa mi suerte ante el tribunal, sino mantener limpia mi conciencia. Yo sé que estoy en las manos de Dios, y cualquier cosa que pueda ocurrir conmigo, será para mi bien. —Comprendo, comprendo —dijo el abogado, pensando en las extrañas palabras que acababa de oír. De repente, como iluminado por un pensamiento genial, exclamó: “Creo que ahora la defensa tiene algo importante que decir en su favor. Explíqueme de nuevo su caso”. —El día que se abrió el tribunal, la sala se llenó de espectadores que deseaban ver al hombre de proceder tan extraordinario. El fiscal comenzó analizando la naturaleza del crimen y su repercusión en la sociedad, pasó a puntualizar detalladamente la confesión espontánea del reo, y terminó pidiendo, en nombre de la ley, la pena máxima. Las evidencias en contra del procesado eran abrumadoras, y especialmente su confesión había sido tan explícita, que nadie quedó con la menor duda acerca de la culpabilidad. De manera que cuando el abogado defensor, nombrado por el tribunal, pidió la palabra, la pregunta en todas las mentes era qué podia decir en descargo de su defendido. En medio de un silencio impresionante, se escuchó la voz del letrado describiendo las circunstancias en que se cometió el homicidio, la huida del matador al extranjero, la posición económica desahogada que disfrutaba, la falsa identidad que lo mantenía a cubierto del alcance de la justicia y, por fin, el regreso después de veinte años para saldar su cuenta ante la justicia, obedeciendo al impulso de su conciencia. —Señor juez, señores del jurado —terminó diciendo—, este hombre que tenéis aquí ante vosotros, sentado en el banquillo de los acusados, no es el mismo que mató a aquel otro en la disputa de hace dos décadas. Tiene el mismo nombre, pero es un hombre distinto. Aquel que empuño el arma homicida ha muerto desde el momento en que Dios se posesionó de su corazón. Este hombre, colocado en las mismas circunstancias, con la misma arma al alcance de su mano, nunca, nunca la hubiera disparado contra su prójimo. “¿Queréis las pruebas? Aquí las tenéis. Los hombres no proceden normalmente como éste ha procedido. Nadie, a menos que hubiera sido impulsado por un poder de lo alto, a menos que hubiese experimentado una completa transformación espiritual, habría venido de un país lejano para presentarse ante este tribunal y enfrentar la justicia. Esto es obra de Dios. Esto es un milagro divino que los hombres deben mirar con profundo respeto y que quizá cada uno de nosotros necesitamos experimentar para conocer el verdadero gozo y la plenitud de la vida. “Señor juez, señores del jurado: no podéis condenar a un hombre por otro. Este hombre no cometió el crimen de que está acusado. Es inocente”. Tras estas palabras, que causaron una profunda impresión en el auditorio por el giro inesperado de la defensa, el abogado se sentó, y el jurado pasó a deliberar a puertas cerradas. Cuando al cabo de un rato los miembros del mismo volvieron a ocupar sus asientos, se hizo un silencio de muerte en la sala del tribunal. El juez se estiró en su sillón y, dirigiéndose al acusado, leyó el fallo: —Inocente. Absuelto de culpa y cargo. Citado por Lorenzo J. Baum. La Mayor Conquista de la Vida.  Pág. 161.

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