En el verano de 1937, John Griffith, encargado de un puente elevadizo que cruzaba el río Mississipi, llegó consigo a su hijito de 8 años a su trabajo. Al mediodía, John levantó el puente para dejar pasar a varios vaporcitos mientras él y su niño almorzaban en la plataforma de observación. A la 1:07 p.m. escuchó el silbido distante de un tren expreso. Enseguida se dirigió al nivel maestro para bajar el puente, y cuando miró alrededor buscando al niño, lo que vio le heló la sangre en el cuerpo. El muchachito había resbalado y se había caído en el engranaje masivo que operaba el puente. Tenía la piernecita izquierda pillada entre los dientes de los dos engranajes principales. A la velocidad del rayo la mente de John trató de encontrar solución. Solo había dos: Sacrificar a su hijo y salvar la vida de 400 pasajeros o sacrificar la vida de 400 pasajeros y salvar la vida de su hijo. John sabía cuál alternativa tendría que tomar. Enterrando la cara en su brazo izquierdo, movió el int
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